Un día llegó Pablito con un gattito color gris al departamento diciéndole a mi papá que quería adoptarlo, que se habían encontrado a varios gatitos y que sus amigos se habían llevado al resto a sus casas.
Mi papá le dijo que no (obviamente). Que cómo íbamos a tener un gato, que ya suficiente era estar manteniendo cinco chamacos y que definitivamente no, que se le consiguiera otro lugar.
Pero Pablito no se llevó al gato y al día siguiente llegó con otro gatito igualito. "Papá es que a Michelle no lo dejaron quedarse con él y me lo dio para que lo cuidara yo".
"No Pablito, aquí no se pueden quedar. Consígueles otro lugar... Además sueltan mucho pelo y me da alergia", le dijo mi papá.
Los gatos eran color gris. Uno tenía los ojos verdes y el otro los tenía amarillos. Pablito les puso un collar y luego les puso nombre.
Mi papá les compró arena y croquetas y así pasaron tres años hasta el día de hoy.
Hace rato me habló mi papá por teléfono: "Acabo de ir a abandonar a los gatos, me siento mal, pero ya no los quería en la casa y siempre batallaba mucho para que Pablito les limpiara el arenero y era una pinche peste en la casa y... Me siento mal, pobrecitos gatos, ellos que culpa tienen... Bueno ya me voy a la casa"... Sí estaba triste y cuando me lo dijo también me sentí triste. Pobrecitos gatos. Le dije a mi papá que quizá la lección era aprender a decir que no desde un principio. Lo estaba regañando con ese comentario. Le estaba diciendo que al final él tenía la culpa por no haber sostenido su no. Cuando colgué sentí que decir cualquier cosas era una tontería. Ya estaba hecho.
Mi papá no quería a los gatos en el departamento y le costó tres años tomar esa decisión.